martes, 9 de marzo de 2010

3.4 Tipo de Cambio fijo e Independencia Internacional




De acuerdo con la teoría de la trinidad imposible, si hay un tipo de cambio fijo y movilidad del capital no se puede tener independencia de política monetaria. Ello, sin duda, es un importante inconveniente del mantenimiento de un tipo de cambio fijo: los tipos de interés locales a corto plazo reflejan el comportamiento de los tipos de interés del país a cuya moneda se haya fijado la moneda local, con lo que no pueden manejarse esos tipos de interés locales para gestionar la demanda agregada o para realizar ajustes de balanza de pagos. Además, puede que la política monetaria que se importa del país de referencia no sea la más adecuada para el país que ha adoptado el tipo fijo. Así, por una parte, la política monetaria que resulta contracíclica para el país a cuya moneda se ancla puede resultar procíclica para el país que ha anclado su moneda: si el país que tiene el tipo fijo sufre shocks externos diferentes a los del país de referencia, o si estos dos países tienen un distinto ciclo de negocio, la política monetaria importada resultará procíclica. Por otra parte, incluso si el ciclo de negocio de uno y otro país es similar, puede que éstos tengan diferentes preferencias de inflación, desempleo o competitividad, con lo que, aunque la política monetaria importada sea contracíclica, puede no satisfacer los objetivos que el gobierno nacional perseguiría si fuera totalmente soberano (Hausmann et al., 1999). Finalmente, si el país con tipo fijo tratase de controlar su política monetaria, podría incurrir en problemas macroeconómicos y financieros que podrían redundar en el estallido de una crisis financiera.
Los problemas de la falta de independencia de política monetaria son extremos si el régimen cambiario adoptado es una junta monetaria o la dolarización. Los shocks externos afectarán al interior del país pudiendo acarrear nefastas consecuencias para el crecimiento o 3 Si en 1975 el 87% de los países en desarrollo tenían algún tipo de ancla, en 1996 la proporción era de menos del 50% (Caramazza y Aziz, 1998).
4 Insístase: en este trabajo un tipo de cambio fijo equivale a un régimen cambiario intermedio.8 para el empleo, sin que al gobierno le quede la posibilidad, como la que existe con un régimen cambiario intermedio, de flexibilizar el tipo de cambio para hacer uso de la política monetaria.
Así ocurrió, por ejemplo, en Argentina en 1995 y en Hong Kong en 1997. De ahí que se considere un prerrequisito indispensable para la adopción de un ancla dura que el mercado laboral del país en cuestión sea muy flexible –la flexibilidad en el mercado laboral absorbería los shocks–, pero la flexibilidad del mercado laboral puede ser muy costosa en términos sociales en los países en desarrollo (en los que suele haber mucho subempleo). No obstante, algunos autores explican que, en el caso de los tipos de cambio fijos pero sobre todo en el de las anclas duras, se pueden llevar a cabo las denominadas “devaluaciones simuladas” para absorber los shocks externos negativos, las cuales consisten básicamente en la implantación simultánea de aranceles a la importación y de subsidios a la exportación (Edwards, 2000).
Una de las supuestas y principales ventajas de los tipos de cambio flotantes es, a la vista de lo anterior, que ofrecen la posibilidad de mantener una política monetaria independiente y contracíclica: la política de tipo de interés se utilizaría para conseguir el equilibrio interno, mientras que el tipo de cambio fluctuaría para conseguir el externo; además de que se podrían perseguir metas de mayor crecimiento económico, menor desempleo...
Sin embargo, hay autores (Hausmann et al., 1999; Calvo y Reinhart, 2000) que señalan que la política monetaria en los países en desarrollo con tipos de cambio flotantes no es tan independiente como la teoría señala que debería ser. Hay dos motivos para ello.
Primero, en ocasiones las autoridades monetarias se ven en la necesidad de utilizar la política monetaria para mantener cierta estabilidad cambiaria, dado que la existencia de un tipo de cambio flotante no aísla los precios internos de los shocks externos tan bien como se le supone. Segundo, los tipos de interés se encuentran entre esos precios internos que no están aislados de los shocks externos, lo que asimismo afecta a la independencia de la política monetaria.
Véase primero cómo puede llegar a abandonarse la independencia de política monetaria en pro de la estabilidad cambiaria. La posibilidad de tener una política monetaria independiente y utilizada con criterios contracíclicos descansa en el aislamiento de shocks externos –variaciones en la relación real de intercambio, fluctuaciones de los tipos de interés extranjeros, etc.– que un tipo de cambio flotante supuestamente provee: el tipo de cambio nominal fluctúa evitando que el ajuste a los shocks externos se realice a través de variaciones de precios internos. Pero los tipos de cambio flotantes no siempre traen consigo ese supuesto aislamiento, debido a la posible existencia de indiciación salarial o de pass-through del tipo de cambio al nivel de precios. 9
En primer lugar, si los salarios están indiciados a la evolución de una moneda no nacional, los acontecimientos externos afectan a dichos salarios y, por consiguiente, al nivel de precios interno. Además, la existencia de un tipo de cambio flotante puede acarrear el que esa indiciación salarial sea mayor que si existiera un tipo de cambio fijo. Los trabajadores, ante la existencia de un tipo de cambio errático e impredecible, exigirán o una menor duración del contrato laboral (para poder renegociar el mismo ante cambios del tipo de cambio) o alguna forma de indiciación (para denominar el contrato en una unidad más estable). “En estas condiciones, los salarios nominales tienden a reaccionar más rápidamente a shocks de precios bajo regímenes flexibles que bajo regímenes fijos, conduciendo a una mayor indiciación de facto” (Hausmann et al., 1999, pág. 13). En segundo lugar, que un tipo de cambio flotante no aísle la economía interior puede deberse al denominado pass-through desde los tipos de cambio a los precios. El pass-through consiste en que los movimientos del tipo de cambio nominal se reflejan enseguida en ajustes de los precios nacionales (en ajustes de la inflación), con lo que el aislamiento provisto por los tipos de cambio flexibles es nulo, o casi nulo.
Por todo ello, para que el nivel de precios interno no se vea sujeto a tantas fluctuaciones como el tipo de cambio nominal (que, además, bajo un régimen de tipo de cambio flexible son mayores y más frecuentes que bajo un tipo fijo), los países en desarrollo pueden tratar de controlar esas fluctuaciones del tipo de cambio nominal. Y lo harán precisamente mediante el manejo de los tipos de interés nacionales. Así, se estará renunciando a la independencia de la política monetaria aun teniendo un tipo de cambio flotante de iure.
Es más, ese manejo de los tipos de interés, que se produce para evitar las fluctuaciones del tipo de cambio, tendrá carácter procíclico: por ejemplo, ante un shock adverso que se tradujera en una depreciación, las autoridades elevarían el tipo de interés para evitar tal depreciación, de manera que al efecto recesivo del shock adverso inicial se le suma el efecto recesivo de la elevación del tipo de interés.
Hay algunos estudios empíricos que apoyan la idea de que la política monetaria no es tan independiente ni tan contracíclica como se le supone bajo un tipo de cambio flotante. Hausmann et al. (1999), que utilizan una muestra de países latinoamericanos, señalan lo siguiente: diversos países con tipos de cambio flotantes (Brasil, Chile, México, Perú y Venezuela) subieron los tipos de interés para defender sus monedas tras la crisis financiera de Rusia; en los países con tipos de cambio fijo la política monetaria, si no es menos procíclica que con tipos flotantes, definitivamente no lo es más; y variaciones de los tipos de interés extranjeros no afectaron menos a los tipos de interés nacionales en los países con tipos de 10 cambio flotantes que en los países con tipos de cambio fijos. Asimismo, Calvo y Reinhart (2000), que utilizan datos mensuales de 39 países de África, Asia, Europa y América desde enero de 1970 hasta abril de 1999, documentan la tendencia de países en desarrollo a no dejar flotar libremente sus monedas y a controlar esa flotación con el manejo de las reservas o de los tipos de interés.
Resumiendo, de acuerdo con lo expuesto, el hecho de que un tipo de cambio flotante no aísle como debiera a la economía en cuestión hace que, en ocasiones, se recurra a la política monetaria para defender una cierta estabilidad del tipo de cambio nominal. Por tanto, la política monetaria no es tan independiente ni contracíclica como se supone tendría que ser. Pero, es más, los mismos tipos de interés tampoco están aislados por el hecho de tener un tipo de cambio flotante. Por una parte, por el denominado peso problem y, por la otra, por la exigencia de mayores tipos de interés por parte de los agentes que mantienen activos en moneda nacional ante la ocurrencia de shocks externos, como se describe a continuación.
En primer lugar, algunos países se enfrentan al denominado peso problem que consiste en lo siguiente: las expectativas del mercado al respecto de la evolución del tipo de cambio nominal no son simétricas, en el sentido de que siempre hay mayores expectativas de que se produzca una depreciación que una apreciación. Por ello, los inversores demandarán un tipo de interés más elevado para compensar la eventual depreciación nominal de la moneda local (Hausmann et al., 1999). Así, el peso problem es una vía por la que los tipos de interés nacionales se ven afectados por cuestiones externas a pesar de la existencia de un tipo de cambio flotante. En segundo lugar, si se produce un shock externo comercial, por ejemplo de carácter negativo, la moneda nacional se deprecia en términos nominales. Los agentes que posean activos nacionales se verán afectados, no sólo por una caída de sus ingresos derivada del shock externo negativo, sino también por la caída del valor real de sus ahorros denominados en moneda nacional. En consecuencia, los agentes evitarán mantener activos en moneda nacional o demandarán un mayor tipo de interés para mantenerlos. Así, se puede concluir (como Hausmann et al., 1999) que un tipo de cambio flexible no aísla tan bien como se presupone de shocks comerciales porque éstos acaban por afectar a los tipos de interés5. No obstante, algunos defensores de los tipos de cambio flotantes (como Larraín y Velasco, 2001) argumentan en contra de todo esto: consideran, a la vista de diversos estudios empíricos, que no son tantos los países en desarrollo con “miedo a flotar” sino que muchos de ellos sí que tienen una política monetaria independiente, y que si es así es porque no hay tanta 5 Véase el estudio empírico de Lane (1995), que muestra que los países cuya relación de intercambio es muy variable suelen tener tipos de cambio fijos. 11 indiciación salarial ni pass-through como los defensores de los tipos de cambio fijo consideran que hay. Apoyan su argumentación, además de en diversos estudios econométricos, en el hecho de que países con tipos flotantes, como Chile, México o Singapur, han sufrido recesiones mucho menores que países con tipos fijos, como Argentina o Hong Kong, ante shocks comerciales externos. “En resumen: la información empírica disponible es variada, pero no sugiere que la teoría convencional sea incorrecta: algunas estimaciones muestran que la flotación reduce la necesidad de ajustar el tipo de interés nacional en respuesta a shocks externos” (Larraín y Velasco, 2001, pág. 29).
En cualquier caso, como conclusión a esta discusión puede decirse que (1) un tipo de cambio flotante no provee de tanto aislamiento de los shocks ni de tanta independencia de política monetaria como la teoría convencional sugiere; y (2) a pesar de ello, ese aislamiento y esa independencia son mayores que bajo un tipo de cambio fijo, con lo que puede “tratarse a los escépticos con cierto escepticismo” (Larraín y Velasco, 2001, pág. 24).
La inflación
Un tipo de cambio fijo teóricamente conduce a menores niveles de inflación que uno flexible a través de dos vías: la disciplina y la credibilidad. Por una parte, un tipo de cambio fijo impone disciplina anti-inflacionista al gobierno que lo adopta: si dicho gobierno lleva a cabo políticas fiscales o monetarias inadecuadas, el tipo fijo acabará por abandonarse, y ello conllevaría un considerable coste político que los gobiernos tratarán de evitar. Por otra parte, un tipo fijo provee de un ancla nominal para la lucha contra la inflación, con lo que la lucha anti-inflacionista del país que adopta dicho tipo fijo resulta creíble. Así, las expectativas de inflación son menores y, por tanto, la inflación para unas mismas posiciones fiscal y monetaria también es menor. Téngase en cuenta, en cualquier caso, que el grado de credibilidad dependerá de la transparencia del régimen cambiario intermedio que se adopte. Para que, por ejemplo, la fijación a una cesta de monedas o un tipo de cambio deslizante o una banda de flotación sean creíbles es imprescindible que el mercado pueda verificar el compromiso de las autoridades monetarias con el régimen elegido. Es decir, el mercado tiene que poder verificar los pesos de las distintas monedas en la cesta o la tasa de “deslizamiento” del tipo de cambio o la amplitud de la banda... Y, como Frankel et al. (2000) muestran, es mucho más difícil para el mercado verificar los detalles de un régimen cambiario intermedio que verificar el funcionamiento de los regímenes cambiarios extremos.
Las anclas duras supuestamente tienen la ventaja de ofrecer aún mayor credibilidad y de imponer una aún mayor disciplina fiscal y monetaria al gobierno que las adopta: si existe un tipo de cambio irrevocable y una base monetaria totalmente respaldada por reservas en divisas, la credibilidad de la política anti-inflacionista es mayor que con un tipo de cambio fijo pero ajustable; y la disciplina es también mayor, dado el mayor coste político que tiene abandonar una junta monetaria en comparación con el que tiene abandonar un tipo fijo.
Además, si el ancla dura se establece con una sola moneda (como suele ocurrir) y no con una cesta de monedas, no surgen los problemas de transparencia –y la menor credibilidad que dichos problemas implican– que ciertos regímenes cambiarios intermedios pueden acarrear.
El estudio de Ghosh et al. (2000) confirma que los países con juntas monetarias efectivamente han ganado en credibilidad y disciplina y han logrado, así, bajos niveles de inflación. Por su parte, Edwards (2000) muestra que en Argentina la junta monetaria no supuso el control de las cuentas públicas: desde 1996 no se cumplieron los objetivos de déficit público y se acumuló deuda pública; y que en Panamá los hasta hace poco incontrolables déficit públicos hicieron necesarios numerosos programas del FMI para la supervivencia de su dolarización.
Pero, asimismo, muestra que los niveles de inflación en ambos países fueron muy bajos, a pesar del comportamiento fiscal laxo.
Lo que acaba de explicarse da a entender que los tipos de cambio flotantes no proveen de ningún mecanismo que haga costoso un comportamiento fiscal y monetario laxo. Pero según numerosos autores (Caramazza y Aziz, 1998; Larraín y Velasco, 2001) un tipo de cambio flotante puede proveer de tanta disciplina macroeconómica como un tipo de cambio fijo. Con un tipo fijo las autoridades pueden trasladar la inflación al futuro: un comportamiento fiscal laxo puede redundar en la reducción de las reservas o el incremento del endeudamiento externo, de manera que la inflación no aflora hasta el momento en que el mantenimiento del tipo de cambio deja de ser sostenible. En cambio, con un tipo de cambio flexible los costes en términos de inflación de políticas macroeconómicas inadecuadas se revelan inmediatamente en los movimientos de los precios y del tipo de cambio nominal, lo que puede suponer incluso más disciplina macroeconómica que la que provee un tipo fijo. El estudio empírico de Tornell y Velasco (1998) confirmaría que un tipo de cambio flexible no tiene por qué suponer menor disciplina fiscal y monetaria y, así, mayores niveles de inflación.
Por otra parte, puede ser que la inflación no emane de políticas fiscales o monetarias expansivas, sino de la entrada de capital y el consiguiente crecimiento de las reservas y de la base monetaria. Pues bien, si un tipo de cambio fijo es un factor que atrae capital extranjero (como se explica en García, 2002), quizá un tipo de cambio flotante sea una forma de evitar la aparición de tensiones inflacionistas derivadas de la entrada de capital.
Véanse muy resumidamente las conclusiones de los estudios empíricos al respecto de qué regímenes cambiarios suponen mayor o menor inflación. Algunos estudios (Edwards, 1993; Ghosh et al., 1995) concluyen que los países con tipos de cambio fijos presentan menores niveles de inflación y ésta es menos volátil que en países con tipos de cambio flotantes. Pero estos estudios analizan la experiencia hasta el año 1989. Un estudio más reciente (FMI, 1997), que abarca hasta el año 1996, observa que efectivamente la inflación media ha sido menor y menos volátil en países con tipos de cambio fijos; pero que la diferencia entre la inflación de los países con tipo fijo y la de los países con tipo flotante ha caído notablemente en los años noventa. Asimismo, si se observan casos concretos de países con tipos de cambio flotantes, como México, Chile, Israel o Colombia, se ve que se puede controlar la inflación sin necesidad de fijar el tipo de cambio (Larraín y Velasco, 2001).
El tipo de cambio real y la competitividad
Para comenzar, cabe preguntarse por los efectos de unos y otros regímenes cambiarios sobre la evolución del tipo de cambio real. Con un tipo de cambio fijo tiende a darse la apreciación en términos reales de la moneda local: “La apreciación es generalmente inevitable en programas de estabilización basados en el tipo de cambio” (UNCTAD, 2001, pág. 112).
Puede ocurrir tanto por la inercia de la inflación como por que el tipo de cambio fijo suponga un factor de atracción de capital extranjero que, a su vez, presione al alza sobre la inflación.
La apreciación real de la moneda conlleva, como fue el caso en Asia oriental, una pérdida de competitividad que puede redundar en un incremento de las expectativas de devaluación y, así, de la probabilidad de que se dé una crisis cambiaria. La flexibilización del tipo de cambio permitiría que la apreciación de la moneda, ante la entrada de capital, fuera no real sino nominal, lo que resulta, en principio, menos gravoso para la economía en cuestión, además de desincentivar mayores y más desestabilizadoras entradas de capital. Entonces ¿por qué no se flexibiliza el tipo de cambio a la vista de los costes que impone el mantenimiento de un tipo de cambio fijo? La respuesta puede encontrarse en que el establecimiento de regímenes cambiarios de tipo fijo habitualmente no viene acompañado de una estrategia de salida clara (i.e. cuándo y cómo se va a alterar el ancla). Y el coste político de salir del tipo de cambio fijo cuando no se ha definido claramente cómo y por qué se va a producir esa salida es mucho mayor que si sí se hubiesen definido los términos de la misma (UNCTAD, 2001).
Otra cuestión relacionada con la competitividad es la de si resulta mejor anclar a una moneda o a una cesta de monedas. Cuando el tipo de cambio está fijado a una sola moneda (como ocurría de facto en Asia oriental), la moneda nacional flota con respecto a las otras monedas del mercado de divisas. Si el comercio exterior está muy concentrado en el país al que se ha fijado la moneda, el hecho de que ésta flote con respecto a otras monedas no tiene por qué ser un problema. Pero no siendo así, es decir, teniendo el país en cuestión relaciones comerciales de cierta envergadura con otros países, las fluctuaciones del tipo de cambio de la moneda de referencia –y, por tanto, de la moneda nacional– con respecto a las monedas de esos otros países pueden afectar de forma negativa a la competitividad. Por ejemplo, la apreciación del dólar en 1995 explica, en parte, la pérdida de competitividad de los países asiáticos, dado que éstos comerciaban, además de con EE.UU., con Europa o con Japón.
Además, no sólo los tipos de cambio flotantes de los países en desarrollo pueden padecer una alta volatilidad, sino que las monedas de los principales países industriales (el dólar, el euro y el yen) también son volátiles (UNCTAD, 2001). Ello hace que las fluctuaciones de la paridad de la moneda local con respecto a las monedas con las que ésta no está anclada sean frecuentes y notables, con los consiguientes efectos adversos sobre la competitividad del país (y sobre la gestión de la deuda externa).
Una solución a este problema es fijar el tipo de cambio, no a una sola moneda, sino a una cesta de monedas en las que las monedas de los distintos socios comerciales tengan un peso proporcional al comercio de dichos socios con el país en cuestión. Un problema de esta opción es la dificultad de aplicación que presenta: ¿cómo calcular adecuadamente el peso de cada una de las monedas? ¿cómo deben cambiarse esos pesos relativos ante la ocurrencia de cambios estructurales, sin que la posibilidad de cambiar esos pesos abra la puerta a la manipulación del tipo de cambio? El problema se agudiza si la deuda externa está denominada en monedas distintas a aquéllas de los socios comerciales del país en cuestión. Al otorgar más peso relativo en la cesta a las monedas de los socios comerciales se reducen los problemas de competitividad que las fluctuaciones de esas monedas podrían causar, pero surgirían problemas de naturaleza financiera.
Con una junta monetaria puede ocurrir lo mismo que con un tipo de cambio fijo: que la inercia a la inflación (o la inflación causada por cualquier otro mecanismo) redunde en la apreciación real de la moneda nacional y en el consiguiente descenso de la competitividad y, quizá, del crecimiento y el empleo. De hecho, la moneda de Hong Kong se apreció más que las de los demás países de Asia oriental durante los años anteriores a 1997 (Corsetti et al., 1998); y las de otros países que igualmente tienen o tenían juntas monetarias (Argentina, Estonia, Lituania) también han padecido apreciaciones muy notables desde el establecimiento de las mismas. Por otra parte, con las juntas monetarias no es que la estrategia de salida del régimen cambiario esté mal definida, sino que no puede estar definida en absoluto: “no hay ninguna junta monetaria moderna con una estrategia de salida conocida; de hecho, dar a conocer esa estrategia acabaría con el propósito mismo de la junta” (UNCTAD, 2001, pág. 117). Así, sin estrategia de salida posible, la flexibilización de la moneda resulta más que improbable, aún más improbable que con un tipo de cambio fijo. Finalmente, la fijación del tipo de cambio a una cesta de monedas en lugar de a una sola moneda puede que palie los problemas de competitividad que pudieran surgir, pero resulta que las dificultades de mantener un tipo de cambio fijo con una cesta de monedas se agravan considerablemente si, en lugar de un régimen intermedio de tipo fijo, se tiene una junta monetaria: muchas de las ventajas de este tipo de ancla dura –sencillez, transparencia, observabilidad...– desaparecen si la moneda de referencia no es una sino varias (Larraín y Velasco, 2001).
Las desventajas de los tipos de cambio fijos no implican necesariamente que los tipos flotantes sean la solución. Primero, la existencia de un tipo de cambio flotante no evita la apreciación nominal de la moneda, que si bien es menos gravosa que la apreciación real también afecta negativamente a la competitividad comercial. Es más, las expectativas de apreciación de los agentes pueden autocumplirse, conllevando problemas de competitividad:
si un inversor espera que se produzca una apreciación de la moneda nacional, su inversión en ese país es susceptible de aumentar; el consiguiente incremento de las entradas de capital conduce a una apreciación nominal (y puede que también real) de la moneda local; y se generan, así, los mencionados problemas de competitividad (Furman y Stiglitz, 1998).
Segundo, incluso si el tipo de cambio flotante no redundara en tipos de cambio nominales menos competitivos –en apreciaciones nominales de la moneda en cuestión–, éste no beneficia necesariamente a la competitividad del país. Recuérdese que si existe un alto grado de indiciación salarial, y/o de pass-though de tipos de cambio a precios, las depreciaciones nominales, en lugar de transformarse en depreciaciones reales y la consiguiente mayor competitividad, se transforman en inflación. El estudio empírico de Hausmann et al. (1999) señala que Chile y Perú –países con tipos de cambio flexibles y no demasiada inflación– tienen un elevado grado de indiciación salarial de facto, mientras que Argentina y Brasil –que tienen tipos de cambio menos flexibles– fueron capaces de “desindiciar” sus salarios.
Finalmente, un tipo de cambio flexible está sujeto a más volatilidad. Y si el país que lo adopta es un país muy dependiente del comercio exterior (como suelen ser los países pequeños, en desarrollo o en transición), el impacto en las condiciones económicas internas – hasta en el crecimiento y el empleo– de los vaivenes de la competitividad, generados por las fluctuaciones del tipo de cambio, es muy notable (UNCTAD, 2001). La volatilidad de los tipos de cambio flexibles puede derivar, al menos en parte, de los movimientos transfronterizos del capital. De ahí que ciertos autores (Cooper, 1999) consideren que no sólo los tipos de cambio fijos son incompatibles con la movilidad del capital (dada una política monetaria independiente) sino que los tipos de cambio flexibles también pueden serlo, en el sentido de que conducen a inestabilidad en el comercio exterior del país que los adopta (a no ser que éste sea un país grande y con un comercio muy diversificado, lo que no es corriente entre los países en desarrollo).

Las entradas de capital extranjero y su estructura
Cabe preguntarse en qué medida afecta la existencia de un régimen cambiario u otro a la cantidad y estructura de las entradas de capital. Un tipo de cambio fijo puede fomentar la entrada de mayor cantidad de capital extranjero, así como que éste sea volátil, en moneda extranjera y no cubierto del riesgo de cambio. En primer lugar, un tipo fijo, al reducir el riesgo de cambio (o la apariencia de que existe riesgo de cambio) hace que la prima de riesgo sea menor, con lo que los tipos de interés nacionales son mayores; y unos tipos de interés mayores atraen capital. En segundo lugar, el capital que esos mayores tipos de interés atraen es principalmente capital volátil (préstamos a corto plazo e inversión en bonos). Finalmente, un tipo de cambio fijo, al dar confianza en la estabilidad de la paridad, puede promover el endeudamiento en moneda extranjera y no cubierto convenientemente. Así, como considera Dooley (1999): un tipo de cambio fijo es una forma de garantía que fomenta la toma excesiva
de riesgos y los consiguientes desajustes de vencimientos y denominaciones entre los pasivos y los activos de las empresas nacionales.
El problema de un tipo de cambio flotante a este respecto es que no asegura la desaparición de los desajustes de vencimientos y denominaciones. Eichengreen y Hausmann (1999) analizan teórica y empíricamente el origen de dichos desajustes en los países en desarrollo y concluyen que el problema del riesgo moral (el tipo de cambio fijo actúa como garantía, con lo que si se retirara esa garantía desaparecerían los desajustes) no es tan explicativo como el del “pecado original” (original sin). Este pecado original consiste en que las monedas de los países en desarrollo carecen de credibilidad a los ojos de los agentes financieros internacionales, sea cual sea el régimen cambiario. Así, “la moneda local [de los países en desarrollo] no puede usarse para tomar prestado en el extranjero o para tomar prestado a largo plazo, ni siquiera en el interior del país” (Eichengreen y Hausmann, 1999, pág. 2), con lo que ni con un tipo de cambio flotante pueden evitarse los desajustes de vencimientos y denominaciones de activos y pasivos de las empresas nacionales.
Además, el tipo de cambio flotante tampoco asegura la adecuada cobertura del riesgo de cambio. Por una parte, porque un tipo de cambio flotante aumenta el coste de cubrir el riesgo de cambio, dada la mayor volatilidad del tipo de cambio nominal. Por otra, porque cuando un país no puede endeudarse en moneda nacional tampoco puede cubrir adecuadamente su riesgo de cambio: suponer que alguien al otro lado del mercado está dispuesto a realizar la operación complementaria a la cobertura de la moneda nacional es equivalente a suponer que el país puede tomar prestado en el extranjero en su propia moneda.
Estos autores muestran, además, que la experiencia de muchos países confirma la idea del pecado original: países en desarrollo con tipos de cambio flexibles (por ejemplo, Chile, México o Perú) no tienen una menor proporción de deuda en moneda extranjera ni más cobertura del riesgo de cambio de la misma; mientras que muchos países desarrollados toman prestado en sus respectivas monedas sea cual sea su régimen cambiario.
Una junta monetaria tampoco es la solución al problema de la entrada de capital volátil, en moneda extranjera y no cubierto. Cabría defender que una junta monetaria puede suponer una credibilidad tan total en la moneda nacional que el capital entrante estaría denominado en esa moneda e incluso sería a largo plazo. Pero dada la teoría del pecado original que acaba de revisarse, o dado que rara vez un régimen cambiario de un país en desarrollo resulta total y absolutamente creíble, es más probable que la junta monetaria no evite que las entradas de capital sean en moneda extranjera y en forma de capital volátil. Más aún, si un tipo de cambio fijo supone una garantía suficiente como para que no se cubra adecuadamente el riesgo de cambio que las entradas de capital conllevan, una junta monetaria lo supondrá aún más. Así, una junta monetaria no evita necesariamente unas mayores entradas de capital, ni que éste sea volátil, en moneda extranjera y no cubierto del riesgo de cambio. La única solución al desajuste de monedas y de plazos sería, según Eichengreen y Hausmann (1999), la dolarización. Cuando la dolarización es parcial, como con un tipo de cambio fijo (tan sólo los pasivos están dolarizados, pero no los activos), el riesgo de cambio es notable, lo que induce una considerable fragilidad financiera, y más aún si ese riesgo de cambio no está convenientemente cubierto (Calvo y Reinhart, 1999). Si, en cambio, la dolarización es total (pasivos y activos están dolarizados) desaparece ese riesgo de cambio y, por supuesto, el problema de la no cobertura del mismo, así como el desajuste de vencimientos: “Una vez que el dólar se ha adoptado para todos los pagos domésticos los desajustes de denominaciones se disuelven, ya que las fuentes de ingresos están ahora denominadas en la misma unidad que los pasivos. Los desajustes de vencimientos se atenúan porque ahora es más fácil emitir títulos a largo plazo en dólares” (Eichengreen y Hausmann, 1999, pág. 5).
Matícese aquí que, aunque con la dolarización desaparecen fuentes muy relevantes de fragilidad financiera, ésta no es una panacea. Recuérdense los inconvenientes ya mencionados (pérdida de independencia de la política monetaria, riesgos para la competitividad...) y ténganse en cuenta algunos otros, como la pérdida del señoriaje6 o la inestabilidad bancaria que la ausencia de PUR puede acarrear, como se explica más adelante (aunque la ausencia de PUR no es un problema tan grave como lo sería con desajustes de vencimientos y denominaciones).
Concluyendo: la dolarización evita el desajuste de los plazos de vencimiento y de las denominaciones entre los pasivos y los activos de las empresas nacionales, mientras que tanto con un tipo de cambio fijo o una junta monetaria como con un tipo de cambio flexible resulta probable la aparición de esos desajustes. Cuando el tipo es fijo, es el primer tipo de desajuste –el de vencimientos– el que pone en peligro la estabilidad financiera; mientras que cuando el tipo es flexible, es el desajuste de denominaciones el que resulta peligroso. Veámoslo. Por una parte, la existencia de un tipo de cambio fijo puede entrañar la necesidad de defenderlo mediante elevaciones del tipo de interés. Esta elevación hace peligroso el desajuste de vencimientos: las instituciones financieras no son capaces de hacer líquidos sus activos (que son a largo plazo) para hacer frente al incremento de los costes de su financiación. Así, el sistema financiero local se debilita, aumentando la posibilidad de que se produzca una crisis bancaria. Por la otra parte, un tipo de cambio flexible hace posible que se produzcan depreciaciones de la moneda. El desajuste de denominaciones hace costosa esa depreciación para las instituciones que presentan dicho desajuste (las instituciones que mantienen sus activos en moneda local y sus pasivos en moneda extranjera). Se verá más adelante que, por este desajuste de denominaciones y el coste que supone para las empresas locales, las depreciaciones pueden resultar en una crisis financiera.
Las crisis cambiarias y bancarias
Con un tipo de cambio fijo las crisis cambiarias y bancarias son perfectamente posibles. Las crisis cambiarias lo son dado que el compromiso de las autoridades monetarias de defender el tipo de cambio no es absoluto o, en otra palabras, dada la existencia de una El señoriaje es una fuente de ingresos no despreciable para la mayoría de los gobiernos, con lo que su pérdida puede suponer un problema fiscal considerable. Los defensores de la dolarización (por ejemplo, Calvo y Reinhart, 1999) consideran que este problema puede resolverse mediante un tratado con los EE.UU., por el que el señoriaje allí obtenido fuera parcialmente entregado al país dolarizado. Tal propuesta, que técnicamente podría ser eficaz, está abocada a enfrentarse con serios obstáculos de índole política por parte de los EE.UU. (Edwards, 19
cláusula de escape. Así, los inversores pueden pensar, a la vista de los costes que ese tipo de cambio fijo está imponiendo a la economía en cuestión, que la autoridad monetaria va a abandonar su determinación de defender el régimen cambiario, para poder hacer uso de su política monetaria. Ello puede redundar en una crisis cambiaria por autocumplimiento de las expectativas de los inversores de que el gobierno no va a mantener el tipo de cambio. Por otra parte, las crisis bancarias también son posibles en virtud del hecho de que las autoridades, a pesar de tener la función de PUR, pueden no disponer de suficientes recursos para proteger a los bancos nacionales de un bank run. Ello, como se explica en García (2002), puede terminar en una crisis bancaria por autocumplimiento de las expectativas de los inversores de que el sistema financiero es incapaz de hacer frente a sus obligaciones y de que el gobierno es incapaz de hacer frente a sus garantías.
¿Qué ocurre cuando la determinación del gobierno de mantener el tipo de cambio es prácticamente absoluta, cuando no hay cláusula de escape, como bajo una junta monetaria?
En principio, la credibilidad del régimen cambiario del país en cuestión es muy elevada. Ello responde a tres motivos: a que el agregado monetario está totalmente respaldado por divisas, con lo que los pasivos del banco central pueden cambiarse por moneda extranjera a petición del público; al elevado coste político del abandono del régimen cambiario, que puede estar determinado incluso por ley; y al hecho de que la política monetaria está importada de un país cuya política monetaria es totalmente creíble (del país cuya moneda se tenga como reserva), con lo que no se puede crear dinero con ningún propósito a no ser que se cuente con un exceso de reservas. Por la existencia de semejante grado de credibilidad del régimen, apenas cabe la posibilidad de que se produzcan ataques especulativos contra la moneda local.
Pero la credibilidad de una junta monetaria descansa en la solidez de las instituciones del país, sobre todo de las instituciones públicas, que han de estar comprometidas con una política fiscal prudente, con la renuncia a la actividad de PUR, con el mantenimiento de un alto nivel de reservas, con la estrecha regulación y supervisión del sistema bancario... (Edwards, 2000). En otras palabras, la credibilidad de una junta monetaria no emana directamente de la adopción de la misma, sino que requiere la credibilidad del contexto institucional y político en que se produce esa adopción (que no es tan fácil de conseguir por parte de las economías en desarrollo). Así, la posibilidad de que se dé un ataque a la moneda local sigue existiendo: la voluntad política no es suficiente para convencer a los inversores de la imposibilidad total de que se abandone el régimen cambiario. “No hay ancla, sea cual sea 2000), por lo que no resulta factible en la actualidad. Sobre cómo son las cláusulas de escape las que abren la puerta al equilibrio múltiple, véase Obstfeld (1997). su dureza, que sea irreversible. (...). Entendiendo esto, los inversores probablemente demandarán una prima de riesgo de cambio que, aunque sea menor que la prima correspondiente en regímenes menos fijos, no tiene por qué ser trivial” (Larraín y Velasco, 2001, pág. 6). El spread entre los bonos argentinos denominados en pesos y los denominados en dólares en los últimos años así lo confirma8. Las presiones especulativas que se produjeron contra la moneda argentina y la de Hong Kong tras las crisis de México de 1994 y Asia oriental de 1997 respectivamente también confirman el hecho de que la credibilidad de una junta monetaria puede tambalearse. Bien es verdad que, a fin de cuentas, en muchas ocasiones se logró evitar el abandono del régimen cambiario; pero también lo es que se logró mediante una muy notable elevación de sus tipos de interés y la consiguiente recesión. Y, por supuesto, la prueba definitiva de que una junta monetaria puede sucumbir ante una crisis financiera es el caso argentino de 2002.
Así, las juntas monetarias reducen, aunque no eliminan, la posibilidad de que se produzcan crisis cambiarias. Cabe preguntarse ahora si pueden evitar el estallido de crisis bancarias. La adopción de una junta monetaria supone, entre otras cosas, la renuncia de las autoridades a actuar como PUR (hacerlo sería utilizar de forma independiente la política monetaria). Así, con un sistema bancario desprotegido, aumenta la posibilidad de que se produzcan pánicos bancarios: “bajo una junta monetaria o el patrón oro, el sistema bancario interno queda sin PUR, y (...) ello equivale a una invitación a que se den pánicos bancarios por autocumplimiento de expectativas” (Larraín y Velasco, 2001, pág. 32). Para evitarlo, la junta monetaria tendría que tener reservas no sólo para cubrir la base monetaria sino todos los pasivos líquidos del sistema financiero. Sólo así podría ayudar al mismo en caso de pánico sin recurrir al incremento del crédito interno. Pero resulta prácticamente imposible –y si fuera posible, sería socialmente ineficiente– que un banco central de un país en desarrollo mantenga semejante nivel de reservas.
No obstante, en las juntas monetarias modernas no se dan todas y cada una de las características de una junta monetaria “pura”. Por ello, puede ser que la adopción de una junta monetaria no suponga la renuncia absoluta a que la autoridad monetaria actúe como PUR. De hecho, en Argentina en 1995 se redujeron los requerimientos de reservas de los bancos para evitar excesivos problemas de liquidez. En cualquier caso, si nominalmente hay una junta monetaria, los inversores esperan que no haya PUR, con lo que la posibilidad de que estallen crisis bancarias no deja de existir, al margen de que una vez que la crisis haya estallado las 8 Para más información sobre los relativamente elevados spreads de los tipos de interés de países con anclas duras, véase Edwards (2000) y Larraín y Velasco (2001). autoridades monetarias violen parcialmente su compromiso de no actuar como PUR.
Así, una junta monetaria reduce (aunque no elimina) la posibilidad de que se produzca una crisis cambiaria, pero no tanto la de que se produzca una crisis bancaria (basta con observar lo ocurrido en Argentina en 2001 para confirmar esta afirmación). Si en lugar de por una junta monetaria se ha optado por la dolarización de la economía, prácticamente desaparece la posibilidad de que se dé una crisis cambiaria pero, igualmente, persiste la posibilidad de que estalle una crisis bancaria, dada la ausencia de PUR.
Una forma de evitar el problema de inestabilidad financiera que acarrea la ausencia de PUR es que alguna otra institución, distinta de la autoridad monetaria, ejerza de PUR. Por ejemplo, la presencia de muchos bancos extranjeros en el país redundaría en que las matrices de esos bancos se convierten en los PUR de la economía en cuestión. Otra posibilidad es que la autoridad monetaria estadounidense –en caso de una economía dolarizada o de una junta monetaria con reservas en dólares– ejerza de PUR, lo cual es poco probable dada la resistencia política con la que esta alternativa se encontraría en los EE.UU. (Larraín y Velasco, 2001). Una tercera solución sería que la autoridad monetaria tenga autorización para ofrecer liquidez pero sólo en situaciones de crisis bancarias y que lo haga a través un fondo de estabilización o de líneas de crédito contingentes. Como ejemplos de todo esto, cabe señalar que en Panamá el problema de la no existencia de PUR parece resuelto por la enorme cantidad de bancos extranjeros en el país; y en Argentina se intentó lidiar con el problema de la ausencia de PUR mediante un elevado requerimiento de liquidez a los bancos, la negociación de líneas de crédito contingentes con consorcios de bancos internacionales y con el FMI, y el incremento de la presencia de bancos extranjeros en el panorama financiero nacional (Edwards, 2000).
¿Qué ocurre cuando existe un tipo de cambio flotante? Al igual que la posibilidad de que se dé una crisis cambiaria y la posibilidad de que se dé una crisis bancaria bajo un tipo de cambio fijo están estrechamente ligadas, también lo están la dificultad de que se dé una crisis cambiaria y la de que se dé una crisis bancaria bajo un tipo de cambio flotante, pero siempre que los pasivos no estén denominados en moneda extranjera. Imagínese que se produce una retirada del crédito al sistema bancario, por parte de agentes que tienen sus activos denominados en moneda nacional (que serán agentes nacionales en su mayoría). Por la existencia de un tipo de cambio flexible y por la existencia de PUR (de libertad para el banco central de otorgar crédito a los bancos comerciales), los bancos podrían hacer frente a esa retirada de crédito. Además, el banco central no tendría por qué defender el valor de su moneda, con lo que no estaría obligado a vender dólares a los agentes que hubieran retirado su crédito al sistema financiero y quisieran cambiar moneda nacional por dólares. El exceso de oferta de moneda nacional, que no encuentra una demanda equivalente en el banco central, supondría la depreciación de esa moneda. Si llegara a producirse dicha depreciación, los agentes nacionales –que han retirado sus fondos y no han logrado cambiarlos por moneda extranjera – sufrirían pérdidas. Para evitar esas pérdidas, los agentes nacionales prefieren no retirar el crédito, con lo que no se produce ni un bank run ni una crisis cambiaria, entendiendo ésta como una depreciación acusada, en un período corto de tiempo, de la moneda nacional.
No obstante, esta argumentación se ha realizado bajo el supuesto de que los agentes privados de los que se habla son agentes cuyos depósitos o préstamos están en moneda local.
Si los agentes tienen sus activos en el interior del país en cuestión en dólares y a corto plazo, un tipo de cambio flexible no protege totalmente de una crisis bancaria; y, por tanto, entendiendo una crisis cambiaria como una depreciación notable en un período corto de tiempo, tampoco protege de una crisis cambiaria (Larraín y Velasco, 2001).
De hecho, si los pasivos están denominados en moneda extranjera las crisis que se producen son por autocumplimiento de expectativas, igual que con tipos de cambio fijos (Chang y Velasco, 1998; Hausmann et al., 1999). Un tipo de cambio flotante permite que se produzcan depreciaciones nominales de la moneda local. Y “el miedo a que la moneda se deprecie hasta el punto en que las compañías o el gobierno dejan de ser capaces de pagar [sus deudas] provocará una huida del capital y una depreciación masiva en anticipación de tal evento” (Hausmann et al., 1999, pág. 16). En otras palabras, el miedo a una posible depreciación y a la consiguiente incapacidad de pago de los prestatarios detona una crisis bancaria y cambiaria. Además, la existencia de un PUR no evita el proceso recién descrito, con lo que no evita ese autocumplimiento de las expectativas: si el mercado anticipa que la liquidez otorgada por el banco central va a transformarse en un incremento de la base monetaria, se generan expectativas de depreciación. Éstas, como ya se ha dicho, detonan un pánico bancario y la depreciación esperada.
Otro argumento a favor de que las crisis cambiarias son posibles bajo un tipo de cambio flotante es el de la información imperfecta en los mercados financieros. “En la medida en que hay participantes mal informados en el mercado de deuda de los mercados emergentes, la falta de transparencia y credibilidad de las autoridades dejará a esos países abiertos a la especulación basada en rumores e instintos de rebaño. Esto, a su vez, puede resultar fácilmente en ataques masivos contra la moneda” (Edwards, 2000, pág. 39). Este argumento ni siquiera requiere de la interrelación entre crisis cambiarias y crisis bancarias para que las primeras se produzcan. Basta con que haya asimetría de la información y comportamientos de rebaño para que se puedan dar depreciaciones notables súbitas. La experiencia confirma que es posible que se produzcan crisis bancarias y cambiarias en países con tipos de cambio flexibles. De hecho, según Caramazza y Aziz (1998), de 116 crisis cambiarias (definidas como una depreciación de un 25% o más en un año) que se produjeron entre 1975 y 1996, cerca de la mitad ocurrieron bajo regímenes de tipo de cambio flexible. Domaç y Martinez-Peria (2000) realizan, asimismo, un estudio empírico sobre este asunto y concluyen que un tipo de cambio flotante aumenta la probabilidad de que se produzca una crisis bancaria, aunque ésta tendrá menores costes (medidos por el crecimiento económico perdido) que si se produce bajo un tipo de cambio fijo.
Concluyendo: un tipo de cambio fijo ofrece mayor posibilidad de que se produzcan tanto crisis cambiarias como crisis bancarias; una junta monetaria no elimina del todo la posibilidad de una crisis cambiaria y menos aún la de una crisis bancaria; y un tipo de cambio flexible podría evitar más que otros regímenes la ocurrencia de crisis financieras, pero sólo si los pasivos de las empresas nacionales no están denominados en moneda extranjera (véase el modelo formal, con conclusiones muy similares a éstas, de Chang y Velasco, 1998).
c) Conclusiones
Comiéncese este apartado recordando que muchos economistas ortodoxos han llegado a la conclusión, tras analizar las crisis de Asia oriental, de que son los regímenes cambiarios intermedios los que facilitan el estallido de crisis financieras. Por ello, han recomendado que los países en desarrollo escojan o bien un ancla dura o bien un tipo de cambio flotante. Esta recomendación puede ser objeto de crítica por diversos motivos. En primer lugar, ninguno de los extremos es plenamente satisfactorio. Por una parte, los regímenes más flexibles, si bien reducen la probabilidad de crisis financiera (y esto sólo si los pasivos no están denominados en moneda extranjera), implican fluctuaciones del tipo de cambio nominal que pueden tener graves consecuencias para los países en desarrollo. Recuérdese que la independencia de política monetaria no está garantizada por el tipo de cambio flotante; que éste puede acarrear mayores dificultades para el control de la inflación; que con él no se evitan problemas de competitividad; que no reduce necesariamente los desajustes de vencimientos y denominaciones dado el problema del pecado original; y, sobre todo, que no elimina la posibilidad de que se produzcan crisis cambiarias y/o bancarias por autocumplimiento de expectativas. Por la otra parte, los regímenes de ancla dura, que pueden reducir la probabilidad de que se produzcan crisis cambiarias, acarrean el problema de la falta de independencia de política monetaria y la probable inadecuación de la política monetaria importada; no eliminan automáticamente las tendencias inflacionistas de un país; pueden suponer serios problemas de competitividad dependiendo de quiénes sean sus socios comerciales; facilitan la aparición de desajustes de vencimientos y denominaciones (no la dolarización, sólo las juntas monetarias), dado no sólo el pecado original sino también el riesgo moral; y abren la puerta a crisis bancarias por autocumplimiento de expectativas, debido a la ausencia de PUR.
La UNCTAD (2001) asimismo concluye que las soluciones unilaterales de esquina no son plenamente satisfactorias: “los ‘desalineamientos’ [(misalignments)] y movimientos de la moneda asociados a los regímenes de tipo de cambio flotante pueden tener serias consecuencias para los países en desarrollo con economías pequeñas y abiertas y una relativamente elevada deuda externa denominada en las monedas de reserva. Por otra parte, para la mayoría de los países en desarrollo y en transición, una política de anclaje total a una moneda de reserva y renunciar a la autonomía de política monetaria puede implicar considerables costes en términos de crecimiento, empleo y competitividad internacional” (UNCTAD, 2001, pág. 110).
Una segunda crítica al consenso de los regímenes cambiarios extremos es que si unos y otros países adoptan uno u otro extremo de forma unilateral y no coordinada con los demás puede ocurrir que países con estructuras de comercio exterior muy similares acaben teniendo regímenes cambiarios opuestos. Unos países flotan sus monedas y otros las anclan, con lo que se producen fluctuaciones entre las monedas de los primeros y los segundos que, sumadas a las fluctuaciones de las monedas fuertes, generan cambios demasiado frecuentes y de demasiada magnitud en la competitividad de los países en cuestión. Así “soluciones de esquina unilaterales pueden tener resultados inconsistentes para los países en desarrollo tomados en conjunto” (UNCTAD, 2001, pág. 110). Baste el caso argentino como ejemplo de todo esto: desde octubre de 1997 se depreciaron las monedas de varios países latinoamericanos, entre ellos Brasil (que tenía un tipo de cambio flotante), pero no Argentina (que tenía una junta monetaria); y, dadas las relaciones comerciales argentino-brasileñas, ello conllevó una importante pérdida de competitividad para Argentina, que terminó por padecer una importante recesión.
Una tercera crítica a los defensores de las soluciones de esquina como única forma de evitar la vulnerabilidad a padecer una crisis es que parecen no considerar otras formas de no violar la teoría de la trinidad imposible. Recuérdese que ésta dice que no se puede tener independencia de política monetaria, un tipo de cambio fijo (entendido como régimen intermedio o ancla dura) y movilidad del capital a la vez. Pues bien, un tipo de cambio flotante supone la renuncia a mantener un régimen cambiario de tipo fijo; mientras que un ancla dura supone renunciar a la independencia de política monetaria. Quedaría una tercera forma de no violar la teoría de la trinidad imposible, que los defensores de los regímenes cambiarios extremos implícitamente olvidan o rechazan: la renuncia a la total movilidad del capital. Así, los controles de capital serían la manera de poder seguir manteniendo regímenes cambiarios intermedios e independencia de política monetaria. Véase un análisis de las ventajas en este sentido del uso de controles de capital en García (2002).

Finalmente, cabe considerar que si ninguna de las soluciones unilaterales a la elección de régimen cambiario es convincente9 puede que las soluciones regionales o globales lo sean más. No es éste el lugar para un análisis de las soluciones regionales o globales, debido a la intención original de este trabajo. Baste, pues, con sugerir la necesidad de superar la consideración de la elección de régimen cambiario como una elección unilateral, dado el contexto de globalización financiera en el que esos regímenes cambiarios han de operar. En cualquier caso, a nivel global parece que no se están produciendo avances significativos en el sentido del establecimiento de un nuevo sistema monetario internacional.

A nivel regional, los esfuerzos han sido algo mayores. La Unión Monetaria Europea es un ejemplo interesante de cómo mantener la estabilidad cambiaria entre socios comerciales y, a la vez, gozar de las ventajas de un tipo de cambio flotante frente al exterior de la unión. Las uniones monetarias, no obstante, suponen especiales dificultades para los países en desarrollo.
Una unión monetaria de países en desarrollo carecería de la presencia de una moneda fuerte en su interior lo que implicaría: la posible falta de credibilidad y consiguiente inestabilidad del acuerdo; la falta de coordinación de las políticas financieras o monetarias de las distintas partes del acuerdo; y, sobre todo, la volatilidad con respecto a (y entre) las monedas del G-3, lo que supondría problemas comerciales –dado el peso del comercio exterior con países industriales en los países en desarrollo– y financieros –dado el peso de la deuda denominada en monedas fuertes en los países en desarrollo– (UNCTAD, 2001). Concluyendo: aun no habiendo muy sólidos argumentos para ello, cabe considerarse
que los regímenes cambiarios intermedios merecen todavía ser tenidos en cuenta. Mientras los avances de coordinación regional o internacional sean tan escasos como lo son, y dados los serios peligros de las soluciones de esquina y la renuncia a la política cambiaria que éstos 9 Al decir que ninguna de las soluciones unilaterales es convincente, se quiere decir que todas ellas plantean inconvenientes notables. Pero ello no significa que ninguno de los posibles regímenes cambiarios sirva para ningún país. De hecho, determinados países en determinadas ocasiones reúnen las características idóneas para aprovechar las ventajas y minimizar los inconvenientes de un régimen u otro. Pero en este trabajo no tiene cabida el estudio detallado de los prerrequisitos de adopción de cada uno de los regímenes cambiarios suponen, es necesario repensar los regímenes cambiarios intermedios. Si se conoce por qué
tienen consecuencias negativas, quizá éstas puedan mantenerse bajo control. Por ejemplo, si se es consciente de que los tipos fijos o semi-fijos pueden suponer un poderoso factor pull de demasiado capital extranjero, volátil y en divisas no cubiertas, quizá se pueda mantener el tipo fijo junto con medidas de control de las entradas de capital de semejantes características. Estas medidas de control podrían tener la forma de controles de capital o de regulación y supervisión del sistema financiero interno. Asimismo, si se sabe que los tipos de cambio fijo pueden acarrear problemas de competitividad y crecimiento en caso de que la moneda se ancle a la de un país que no sea el principal socio comercial del país que mantiene el tipo fijo, cabe plantearse la posibilidad de fijar la moneda a una cesta de monedas representativa de la estructura de comercio exterior del país en cuestión. Igualmente, siendo conscientes de que un problema de los regímenes de cambio intermedios es el riesgo de perder independencia de política monetaria, se puede optar por un tipo de cambio que siga siendo intermedio pero más próximo a la flotación que a la fijación total, como las bandas de flotación, los tipos deslizantes... En cambio, las consecuencias negativas de los regímenes de esquina son bastante más insoslayables (sobre todo por parte de los gobiernos nacionales). Por ejemplo, no se puede, por definición, tener ninguna independencia de política monetaria si se ha optado por un ancla dura; así como no se puede evitar la inestabilidad inherente a un tipo de cambio flotante, dado que la volatilidad de los mercados financieros no depende de la voluntad de los gobiernos nacionales.

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